10 de gen. 2011

Asesino



Originalment escrit per Nihil, del fòrum gp32spain

Había desarrollado desde la más tierna infancia su instinto innato para la caza. Con 15 años, sus ojos se movían a una velocidad endiablada cuando se preparaba para la batalla, brillando sobre una fea cara llena de pecas y acné. El pulso se le aceleraba, el sudor frío empapaba su pelo grasiento y un tic nervioso castigaba sus párpados llegado el momento de la lucha. Era un espectáculo digno de ver.

El sótano de su casa, sombrío y con humedad, era el escenario preferido para sus fechorías. Las paredes mohosas estaban “decoradas” con decenas de armas blancas que hundían sus hojas en los muros de la vivienda. Pasaba muchas horas allí, agazapado, entre desperdicios y cuchillos, navajas y heces.

Las víctimas no guardaban ninguna relación, no las elegía por tener unas características concretas, y quizás por eso sus crímenes estuvieron mucho tiempo impunes.

Sus padres, una pareja de progres despreocupados, descubrieron el pastel demasiado tarde. Fue una noche de julio. Su primogénito estaba en el parque, frente a su hogar. Nunca le prestaban demasiada atención... realmente nadie le prestaba demasiada atención. Si aquel día hubiesen salido al porche de la vivienda a debatir acerca del sexo de los ángeles, a divagar sobre la moda zen, a recordar la sesión de taichi o a bromear recordando la reunión de tupper sex, hubiesen visto a su hijo aunque no quisiesen, porque estaba muy cerca. Él era un lobo solitario, pero en aquella ocasión estaba acompañado por una chica guapa. No guapa de revista, ni de televisión, más bien guapa cajera de supermercado, guapa viajera de metro o guapa en la sala de espera del dentista, pero guapa.

Cruzaron varias palabras y el chaval perdió los nervios. Empezó a golpear el suelo con furia, a escupir, a arrancarse pelos, a morderse. La tragedia se veía venir.

Cogió a la chica del cuello y la llevó a su casa. Entró arrastrándola, ante el estupor de sus padres. Los gritos de la cara bonita ponían banda sonora a esos trágicos momentos.

Fue rápido, brutal, técnicamente perfecto. Ya en el sótano, con sus progenitores pisándole los talones, chillando como posesos, empujó a la joven contra el suelo, sacó del bolsillo unos punzones y clavó certeramente en la pared dos papeles, ensartándolos.

“Te quiero”. El chaval había asesinado, en esta ocasión, dos palabras a la vez. No pudo con ellas y las quería ver muertas. Un pronombre personal y un verbo. No tuvo piedad.

Después de aquel episodio, el joven visitó el juzgado de menores. Pasó por consultas de psicólogos mediocres, de reputados logopedas, de innovadores psiquiatras. Ninguno consiguió ayudarle.

El otro día me enteré de que un cáncer de garganta se lo había llevado al otro barrio recién cumplidos los 30. Un final cruel, sin duda, para un muchacho desgarbado, débil y tartamudo, un muchacho que siempre me recordaba al protagonista de “el pabellón de oro” de Mishima.

El destino había gastado una última broma a ese tipo desquiciado que mataba todas las palabras que no conseguía pronunciar.

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